miércoles, 19 de mayo de 2010

Pedagogía

























Comentaba hace meses con un amigo de entorno laboral el motivo de la atonía que se respiraba, la sensación de indolencia que invadía espíritus y cuerpos dentro de posibles y amplios territorios profesionales ciertamente estables, hoy tan susceptibles de recortes presupuestarios. Todavía no había llegado el estrépito bursátil y posteriores consecuencias tan nefastas para el futuro de los bolsillos. Los dos coincidíamos que el ombligo de este país estaba siendo muy profusamente admirado, casi con devoción desmedida y sin reflexión posible. Una ingente banalización se extendía por las calles y plazas, donde no existía más que el consumo como cultura. Sin alternativas posibles. Tu mirada se paseaba sin encontrar ofertas.
Al trasladar esta conversación al entorno cotidiano, le hice saber mi temor por la poca enseñanza que no se ha llegado a transmitir llegada esta situación, desde la más alta dirigencia. No estamos acostumbrados a vivir “sin nada”; no nos han educado para ello. Necesitamos “de todo”, aunque lo que tengamos en casa no sirva. Nos han hecho creer que “somos” y tenemos derecho a “tener... Pero, ¿para qué? ¿Sabemos prescindir? ¿Dejaremos de ir en coche al centro comercial para comprar sólo una barra de pan?¿Exigiremos pasos de peatones donde realmente no son necesarios, sólo por que así se aplacan los anhelos de los contribuyentes?¡Para qué exhibimos una cocina pirolítica si vamos a la cola del take-away del pollo los domingos!
Desde los territorios que rigen los hilos de las políticas locales, ¿hasta dónde no se ha hecho pedagogía hacia el ciudadano en su ansia por “tener”? La manifestación permanente de poderío y la ostentación de objetos, raya en la insolencia y nos acerca al ridículo.

Al usuario acostumbrado a saciarse sin ton ni son, dile ahora que vivirá con lo puesto, menos un botón. ¡Y quizás se lo tenga que coser él mismo! 

viernes, 14 de mayo de 2010

Esto es lo que pienso.




Me pregunto si el “tijeretazo” obrado por nuestro talentoso presidente, por otra parte calificado de “hachazo” en el Financial Times (fuente:CNN), no es fruto del miedo a vernos convertidos en otra Grecia y enviar (de hecho, lo ha hecho_ ¡qué diría su abuelo...!) toda la ideología a tomar por el _bul del Estambul (qué cerca está Turquía y que poco la queremos) del abedul, sobre todo después de vender como buenos los cuentos del brote verde, auspiciados por encuestologias baratas, estadísticas de usos varios para aplacar ánimos... Situarnos a la altura del país helénico no forma parte de nuestra soberbia; al fin y al cabo, siempre hemos mirado hacia el norte, despreciando el sur. Nobleza y prestigio obliga. José María hizo lo mismo.
Pero no nos pongamos a temblar. Nuestra pirámide poblacional está suficientemente sólida y tejida, con un carácter suficientemente arraigado como para no alterar lo social por mucho que los sindicatos se envalentonen (¿qué guión les toca, sino?). Somos un país de resignados pícaros que siempre obraremos por la tangente. Y si no que se lo pregunten al comensal que, con motivo del desangelado y triste 1º de mayo anterior, me comentó detrás de un suculento plato en el interior de un restaurante céntrico: “...hemos actuado con destreza. Hemos educado a nuestros hijos para hacer lo correcto. Haz lo que yo te diga, pero no lo yo que haga...” ¿Supervivencia máxima o falta de honestidad con uno mismo? Nunca ha habido, que yo sepa, un tiempo de vacas tan escuálidas como ahora, con lo que no me sirvió como excusa. Nos las prometiamos felices, hemos vivido en una ficción y gracias al ladrillo creció una burguesía que, lejos de ser la tradicional que provoca flujos y mercados, se enquistó en una élite buenista y satisfecha, con una descendencia afín. Así nos va. La demografía es una ciencia a la que no hacemos caso; sin personas no existe territorio ni urbanismo pertinente que insufle el monumentalismo exhibicionista de lo occidental.
Pero debajo de ese estatus, ¿quien queda? Engels y Hegel lo tenían claro. Con las crisis, todo nómada desaparece y vivimos en una sociedad de clases, como decía Marx. Aunque otro de su apellido ya acertó con aquello de “... de la más absoluta pobreza hemos alcanzado las más altas cotas de la miseria...” Se llamaba Groucho.